En aquellos tiempos en que Dios Nuestro Señor andaba aún por el mundo,
la fertilidad del suelo era mucho mayor que hoy; entonces llevaban
las espigas, no cincuenta o sesenta veces la semilla, sino
cuatrocientas o quinientas veces. Los granos salían en el tallo
desde arriba hasta el suelo: todo el tallo era espiga. Pero así son
los hombres: en la abundancia se olvidan de que aquella bendición
les viene de Dios, y se vuelven indiferentes y frívolos.
Un día pasaba una mujer por un campo de trigo, y su hijito, que iba
con ella, se cayó en una charca y se ensució el vestidito. La madre
arrancó un puñado de hermosas espigas y las usó para limpiar la
ropita del niño. Al verlo Nuestro Señor, que acertaba a pasar
también por allí, dijo, indignado:
- En adelante, el tallo del trigo no llevará espiga; los hombres no
merecen los dones del cielo.
Los presentes, al oír aquellas palabras, se asustaron y, cayendo de
rodillas, suplicaron al Señor que dejase algo de grano en el tallo;
si ellos no lo merecían, que lo hiciera, al menos, en consideración
a los inocentes pollos, que, de otro modo, habrían de morir de
hambre. El Señor, previendo la miseria a que los condenaba, apiadóse
y accedió a su ruego. Y de este modo quedó la espiga en la parte
superior, tal como la vemos hoy.